lunes, 24 de septiembre de 2012

'La filial del infierno en la tierra' de Joseph Roth: escritos desde la emigración (y desde el más lúcido desconsuelo)



La filial del infierno en la tierra. Escritos desde la emigración.
Joseph Roth.
Edición de Helmut Peschina.
Traducción del alemán de Berta Vias Mahou.
Acantilado.  1ª edición en Colección Bolsillo. Julio de 2012.
Rústica cosida. 13 x 21 cm.
200 páginas.
PVP: 12.00 €

Apenas rebasada la cincuentena, uno de los escritores más reconocidos de su tiempo, Stefan Zweig, solo podía mirar con optimismo hacia el futuro. No era para menos. Al fin y al cabo, después de considerar sus numerosos éxitos literarios, las profundas amistades atesoradas durante años, la cantidad y la calidad de las bellezas naturales y artísticas contempladas, después incluso de que los tormentos que dejó en su ánimo la Gran Guerra, pese a no haberse apagado totalmente, hubiesen empezado a difuminar sus perfiles como una cosa ya lejana, cómo no sentirse a salvo, confiado, seguro. Algunos síntomas de inestabilidad, de incertidumbre, es verdad, habían empezado a aflorar aquí y allá pero cómo distinguirlos de entre las calamidades habituales, rutinarias, propias de todo tiempo, incluso de un siglo que, ahora sí, solo podía caminar en pos de la prosperidad.

Sin embargo, algo va a cambiarlo todo y la reflexión retrospectiva cambia de sentido bruscamente. Así lo vemos en ese imprescindible documento de una existencia y de un tiempo que es El mundo de ayer. Memorias de un europeo, publicado también por Acantilado:

“En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así pensaba en aquellos momentos.) Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos? Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan  imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada”.

Stefan Zweig y Joseph Roth, dos amigos con un final trágico.
Su estupor nos sigue chocando y, al mismo tiempo, no puede parecer más justificado. En un primer momento, ni uno de los hombres más preclaros del momento, Sigmund Freud fue capaz de prever la magnitud del drama. Él mismo se encargó de proclamar que como fenómeno psicológico, el nazismo no le podía sorprender y, de este modo, ante las reacciones que a nivel mundial suscitaron las primeras quemas de libros, el médico vienés, amigo muy querido también de Zweig, llegó incluso a resumir a preguntas de un periodista aquellos hechos de un modo sarcástico como un “avance” en la historia humana: “En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros”, dijo el autor de El malestar en la cultura –que terminaría milagrosamente escapando a Londres cuando la suerte de Europa estaba echada– sin recordar, o sin querer recordar lo que un siglo antes había profetizado el poeta Henrich Heine: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. Desde la destrucción de las primeras tablillas sumerias, desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría, desde los tiempos en que Teodosio y Valentiniano dirigían grupos que iban de casa en casa confiscando los libros condenados por el Concilio de Nicea, este fenómeno se ha sucedido una lógica implacable, consumando su cíclica y fatal repetición. Un olvido imperdonable.

Joseph Roth fue, sin embargo, desde un primer momento mucho menos optimista que Zweig y se lo llega a reprochar varias veces en las cuatro cartas que cierran este libro de apenas 200 páginas que ahora publica Acantilado por vez primera en edición de bolsillo. Su condición de ex militar; de periodista baqueteado en mil batallas; el no haber gozado como su amigo de una fama mundial, aunque la publicación de Job y, especialmente de La marcha Radetzky (1932) –donde relata a través de los acontecimientos que viven tres generaciones de una misma familia la decadencia de aquel imperio multiétnico con capital en la cosmopolita Viena al que siempre estuvo nostálgicamente unido–, lo situaron con Musil, Broch o el mismo autor de Carta a una desconocida, entre los más prestigiosos creadores del periodo de entreguerras; su pronto desengaño de los ideales socialistas –que le llevó a firmar incluso con el pseudónimo “Joseph el Rojo”– que pudiera albergar después de conocer personalmente la URSS; y, con toda seguridad, su carácter, mucho más tendente a la introspección, a la autodestrucción –a lo que contribuyeron en buena medida algunas circunstancias biográficas, como los trastornos mentales de algunos sus más allegados, como su padre, que lo abandonó de niño para suicidarse más tarde, o su propia esposa, protagonista de un continuo peregrinar de internamiento en internamiento, circunstancia ésta que le hizo  dudar a él mismo de si no terminaría perdiendo la cordura–,  le hicieron advertir inmediatamente que el nacionalsocialismo era una amenaza mucho más seria de lo que otros contemporáneos  quisieron comprender. En una de las cartas citadas, fechada en marzo del 33, ya anota que “es demasiado tarde” y comparte con Zweig su deseo de que se produzca una guerra “lo más rápida posible”. Asimismo,  tan solo un año después, mientras la mayoría sigue prefiriendo mirar para otro lado, él adelanta una de las más precisas y expresivas descripciones del nuevo régimen, una alegórica cronografía que es al mismo tiempo una expresionista etopeya. Lo hace al final de un artículo publicado en el Pariser Tageblatt y servirá para dar nombre a la presente recopilación:

“Ningún corresponsal –dice Roth– puede hacer frente a un país en el que, por primera vez desde la creación del mundo, no sólo se producen anomalías físicas, sino también metafísicas: ¡monstruosas creaciones del infierno! Tullidos que corren; incendiarios que se prenden fuego a sí mismos; fratricidas que son hermanos de asesinos; demonios que se muerden su propio rabo. Es el séptimo círculo del infierno, cuya filial en la tierra lleva por nombre Tercer Reich”.

A pesar del patetismo que refleja el pasaje anterior, a los tiranos contemporáneos les achaca, no obstante, una total “falta de personalidad” que los convierte, a su juicio, en únicos en la historia. Roth atribuye a una especie de nuevo fenómeno psicótico, a una “especie de pubertad retardada” esta deformidad. Pero, si le cuesta describir a los verdugos, algo similar le sucede con las víctimas, especialmente con quienes pretenden ilusoriamente permanecer al margen: “¡Jamás los elegidos para que sobre ellos se ejerza la violencia han complacido de tan buen grado a quienes la ejercen! ¡Jamás –dice Roth nada menos que en 1936, más de cinco años antes de que en la conocida como Conferencia de Wannsee, quedara sellado el destino de millones de judíos europeos– hubo una aglomeración tan grande de reses dispuestas a dirigirse al matadero!”

Desde la ascensión de Hitler al poder hasta que en mayo de 1939, consumido por el alcohol, falleciera en la ciudad de París  –donde vivió buena parte de sus últimos años y donde, asimismo, publicó o escribió gran parte de estos artículos–, su itinerario muestra grandes paralelismos con otros escritores judíos perseguidos por el nazismo. Así, tras abandonar Berlín –donde reside durante más de una década– camino de Viena, se ve obligado una vez más a huir, apenas unos meses más tarde, esta vez tras producirse el asesinato del canciller Döllfus, un hecho de una fenomenal trascendencia que para Roth marcará un antes y un después en la historia de Austria, lo que influirá decisivamente –como no se cansa de repetir– en el destino de todo el continente.

Quema de libros en el Berlín nazi en 1933.
Mientras va trasladándose de una ciudad a otra, toma conciencia no ya solo de que sus libros son quemados en Alemania, de que su obra ha sido proscrita, sino de que un exilio aún más oscuro, una especie de inédita muerte en vida, se cierne sobre él. Este es un suceso del que ofrece abundantes testimonios a lo largo de los artículos que integran el volumen hasta el punto de que se convierte – como no podía ser de manera diferente tratándose de alguien que ha hecho del lenguaje, y más concretamente de la lengua alemana su principal instrumento de conocimiento y comunicación–, en una verdadera obsesión. Todavía, en los primeros tiempos, durante los primeros meses de 1933, se puede permitir recordarle a Gottfried Benn, grandísimo poeta afecto al nuevo régimen –así lo hace en el artículo que abre el libro–, no ya solo que “la literatura alemana no conoce los límites de un Estado”, sino que “donde quiera que se encuentre el poeta alemán, allí estará Alemania”. Pero, conforme los meses se suceden, esta convicción, sin debilitarse, va haciendo más ostensible y dolida su impotencia y frustración. Pronto reconoce que la literatura alemana se ha puesto al servicio de una determinada idea nacional –llegará a decir en algún momento que “el patriotismo ha asesinado a Europa”–, que yace sepultada bajo la vida oficial, la única consentida y, paulatinamente, a las muchos aflicciones que le produce la deriva nacionalsocialista se le une una más que afecta a su esencia misma como escritor.

Esta percepción acerca de la imposibilidad de una Europa verdaderamente unida no es, sin embargo, recién adquirida. Resulta significativo a este respecto y es otra prueba de la perspicacia del autor cómo, por ejemplo, en un determinado momento de Fuga sin fin –obra de 1924 en la cual se narra el desdichado viaje de Franz Tunda desde que sirviera al ejército austríaco en calidad de teniente durante la Primera Guerra Mundial– el protagonista, convertido ya en un apátrida desencantado y, tras haber pasado como hará el propio Roth por la URSS, Berlín y París, le espeta a un grupo de franceses: “Ustedes quieren conservar una comunidad europea, pero primero tienen que crearla”. Esta capacidad de penetración que roza en ocasiones los límites de la clarividencia, explicaría el que no le espantara por impensable –sí, en todo caso, por obtuso y ridículo– el Concordato entre el III Reich y la Santa Sede, ni  se rasgara las vestiduras ante las piras de libros de las que él mismo es víctima. “Sí, hemos sido derrotados”, escribirá en el otoño de 1933 mientras asume con resignación que el III Reich no podía ser más que una “consecuencia natural” del imperio de Bismarck. La única diferencia viene a ser para Roth de grado, pues solo Hitler y su cuadrilla habrían tenido el atrevimiento de consumar lo que siempre se propuso Prusia: “quemar los libros, matar a los judíos a golpes y falsear el cristianismo”.

Precisamente en la persecución a los judíos quiere ver este conservador monárquico convertido al catolicismo que participó en la Gran Guerra luchando junto a Alemania en las filas del ejército imperial austríaco –él siempre se atribuyó su condición de viejo teniente del ejército imperial, lo que era bastante más que dudoso–, el odio a Jesucristo y a la cruz, de tal modo que creyendo odiar en los judíos “la afición al dinero, a la usura y a la explotación” en realidad los nazis odiaban “el sufrimiento, el dolor que supone el amor”. En cualquier caso, esto no impedirá que hacia el final de su vida, llegue en algunos momentos a felicitarse por su propia condición de perseguido, primero por resultar siempre preferible ser un “escritor alemán de sangre judía y conocer la miseria corporal, aunque también la libertad física del exilio”, a “quedarse en un país en el que la lengua está paralizada, el oído sordo, el ojo cegado…”; y en segundo lugar, porque “de un modo paradójico y casi sacrílego” –según describe en tono desesperanzado–, a la vista de que entre los emigrantes judíos hay muchos que de no ser por la legislación racial se habrían convertido en bravos secuaces de las SA y de las SS, “podría decirse que Dios ha preservado a los judíos del pecado y por medio de la desdicha les ha concedido la dicha”. La dicha de no convertirse en un asesino. O algo peor.

Poco a poco, el tono se va volviendo más sombrío. Cada día se siente más olvidado, un escritor sin patria en un tiempo en el que los escritores, no ya los judíos alemanes sino incluso aquellos más célebres y leídos, raramente viven de sus obras, y al tiempo que su situación económica se vuelve más precaria,  su propia labor de escritor se le antoja estéril. Mucho antes de que Sartre se pregunte para qué sirve la literatura mientras un niño muere de hambre y genere uno de los debates intelectuales más apasionantes del siglo, Roth no puede evitar rumiar: “¿Qué son mis palabras frente a los cañones, los altavoces, los asesinos, los insensatos ministros, los diplomáticos indecisos, los estúpidos entrevistadores y periodistas que por el megáfono de Nuremberg escuchan las confusas voces de este mundo de Babel?” Nada de particular tiene, por tanto,  el que, incapaz de reflexionar el “tema” de un artículo, llegue a arrancar, según propia confesión, un par de páginas de diario “como si se tratara de un mensaje en una botella” para su publicación en el Das Neue Tage-Buch de París.

Cuando en “Misa de difuntos” llora Roth la pérdida de una Austria, “órgano vital de sus entrañas”, que camina hacia la anexión de por parte del Reich, con la aquiescencia del resto del “mundo civilizado” está certificando el fallecimiento de una cultura. El último país al que huían las grandes sombras de Alemania sin pasaporte –habla de Goethe, Kant Schiller…– ha caído, y cualquier posibilidad por parte de los hombres decentes de hacerse oír hace mucho que se desvaneció. Cuando la mentira convertida en ruidosa propaganda ha reemplazado por completo a la verdad –tan discreta ésta que solo requiere de propagación–, queda poco margen para la esperanza. El escritor de esta época –escribe en la Navidad de 1938, su última Navidad– “sabe que el oído del lector está ya repleto de una acumulación de palabras adulteradas, malgastadas, despedazadas, contrahechas”. Y, sin embargo, aún persiste, resiste, es capaz de hallar –como sentencia en uno de sus artículos más luminosos de su última etapa, el titulado “Al final es la palabra” – unos rescoldos de fe “en la fuerza inminente de la palabra verdadera, de la palabra auténtica, llena de sentido, aquella que viene de Dios y del alma”.

Ese “brillo de lo estéril” que lo acompaña durante aquel periodo final, y que contrasta vivamente con el carácter imperativo de su necesidad de escribir, posee mucho de grito desesperado y errático emitido en un mundo, lanzado contra ese mismo mundo, que él mismo llega a calificar con luciferina claridad como creado no a partir de la palabra de Dios, “sino de una errata de Satanás”.

La última etapa en la vida del autor de La cripta de los capuchinos, otra de sus últimas obras, fue especialmente dramática. En 1938 llegó a sufrir un infarto del que ni siquiera da cuenta en los documentos compilados en La filial del infierno…-, y la muerte le llegaría unos meses más tarde, a los 45 años,  consumido por el alcohol, tema al que dedica su último relato, La leyenda del Santo Bebedor, obra que finaliza con una frase tristemente célebre: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Pero, a pesar de sus múltiples quebrantos –anticipando al Celan que después de la guerra declarará que “un poeta no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma de escritura el alemán” –, no dejó de poner por escrito sus ideas en ningún momento, de clamar contra la indiferencia de los “neutrales” – aquellos pobladores de un mundo “apático y sordo, desconfiado frente a los que dicen la verdad y confiado frente a los que difunden la mentira” –, la inanidad de las instituciones establecidas, el “dinamismo” estremecedor del nacionalsocialismo, o el “esnobismo wagneriano” de los vecinos de aquella nueva Alemania que, absortos por la teatralidad del espectáculo que tenían ante sus ojos, eran incapaces de articular una respuesta contundente al tiempo que juiciosa. Si todo este trabajo lo hizo, como le dijo en cierta ocasión a Zweig, para huir de una realidad aplastante, es algo que cada uno debe responder por sí mismo.

Entrada a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Joseph Roth fue enterrado en el cementerio Thiais, a las afueras de París. Se cuenta que a su entierro acudieron tanto católicos como judíos, monárquicos como él pero también comunistas. Todos, como él hubiera deseado, dejaron aparcadas sus diferencias por unos instantes para honrar a aquel hombre en cuya tumba quedó escrita esta lacónica inscripción: “Escritor austríaco muerto en París”. Con ese último gesto, vivió lo justo para no asistir al último capítulo de aquella descomunal tragedia tantas veces entrevista, tantas veces anunciada. No supo así de la aniquilación de algunos de sus seres más queridos obligados a desaparecer en campos de concentración. Su mujer, que desde 1929 había recorrido diferentes centros mentales a causa de su esquizofrenia, fue sometida en aplicación de las leyes eugenésicas aprobadas por el III Reich, a una “eutanasia legal”.

Nos dejaba, entre otro puñado de obras memorables,  este libro purulento, un volumen imprescindible escrito con un estilo seco, preciso –fue Cabrera Infante el que definió al Roth novelista como un “caricaturista de genio” capaz de desvelar en dos frases la entera biografía de un personaje–, lúcido e incluso irónico, aunque como es de esperar  esta causticidad, más visible no ya solo en su obra de ficción sino en recopilaciones como las célebres Crónicas berlinesas, con las que comparte alguno de los 34 textos aquí recogidos, cede terreno a otros tonos. Un libro, en suma, que nos ayuda a seguir intentando comprender el camino que conduciría directamente a lo que Reyes Mate llamaría, pasados los años, intentando descifrar el averno todavía más literal y ardiente de los campos, “lo impensable”. Recorrer este libro supone, pues, también avanzar sobre unos raíles que sabemos sobradamente hacia dónde nos llevan.

José María Matás.
[Artículo aparecido en el número de septiembre de literaturas.com]

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