lunes, 18 de marzo de 2013

Galileo y su viaje al centro del Infierno: Dos lecciones infernales (La Compañía y Páginas de Espuma, 2012) nos presenta las conferencias que sobre el Averno de Dante dictó el científico italiano en la Academia Florentina



Dos lecciones infernales.
Galileo Galilei.
Traducción y posfacio de Matías Alinovi.
Introducción de Riccardo Pratesi.
La Compañía y Páginas de Espuma.
19x12 cm. 128 páginas.
ISBN: 978-84-8393-170-7
9€.
1ª edición: septiembre de 2012.

En 1588, cuando Galileo es invitado a impartir sus dos lecciones sobre el Infierno de Dante ante los miembros de la Academia Florentina, el joven científico solo tiene 24 años y apenas es una desdibujada imagen del prominente físico, astrónomo y matemático que llegará a convertirse. Aunque ya ha impresionado a sus contemporáneos por descubrimientos como el del isocronismo de las pequeñas oscilaciones del péndulo, ni siquiera es académico y, por esta causa, las conferencias que imparte en la Sala de los Doscientos del Palacio Viejo en calidad de lector invitado por el cónsul Baccio Valori, permanecerán durante tres siglos en la sombra, quedando excluidas de la edición de las Obras Completas que preparó su último discípulo y responsable de la primera biografía de Galileo que se conoce, Vincenzo Viviani, al no haber sido consignadas siquiera aquéllas en las Actas.

Puede decirse así que, a pesar de que en aquel tiempo ha avanzado notablemente en el estudio de la obra de Arquímedes de Siracusa y de Euclides de Alejandría, Galileo se encuentra en una situación personal bastante precaria que le impulsa a aceptar un encargo que puede resultarle propicio para progresar en su carrera académica. El contexto general no puede resultar más favorable a este respecto. La Comedia siempre fue un texto que estuvo situado en el centro de incesantes controversias y disputas. El número de comentarios de la obra sigue sorprendiéndonos y basta conocer que sólo en el siglo XIV –Dante murió en 1321– se redactaron al menos una docena, incluyendo los que le dedicaron los hijos del poeta, Jacopo y Pietro, o el incompleto que firmara Bocaccio, para hacernos una idea de la celebridad que pronto alcanzó una obra que propició el nacimiento de una especie de cursos, a modo de lo que hoy llamaríamos «clubes de lectura», conocidos como Lecturae Dantis, en los que se analizaban y discutían los diferentes aspectos alegóricos, retóricos, teológicos o filosóficos que encerraban los 14.233 versos distribuidos en cien cantos que conforman la obra.

Benivieni, según las indicaciones de Manetti.
La presencia predominante de Petrarca y otros poetas en los siglos siguientes pudo ensombrecer la autoridad del sacro poeta, que en ningún caso, a pesar de numerosas incomprensiones, cayó en el olvido, como pone de manifiesto la aparición en 1472 de las tres primeras ediciones impresas de su obra mayor, lo que no impidió en todo caso que su influencia y reconocimiento sufrieran constantes altibajos hasta que durante el Romanticismo fuese totalmente rehabilitado. Sin embargo, en el periodo que precede inmediatamente a la vida de Galileo, los comentarios de la Comedia, vuelven a cobrar actualidad. A pesar de que «Dante –la afirmación es de Harold Bloom- era un partido político y una secta de un solo miembro», las décadas anteriores, como explica Matías Alinovi en su posfacio a esta edición de Dos lecciones infernales publicada por La Compañía y Páginas de Espuma, habían conocido el desarrollo de una avivada polémica entre comentadores del poema alentada por motivos más puramente políticos, de índole nacionalista, que filológicos. Entre estos estudiosos se encontraba un florentino, Antonio Manetti, que en el último cuarto del siglo XV había arriesgado una serie de cálculos, elaborados a partir de ciertos datos obtenidos o inferidos del texto de Dante, acerca de la precisa arquitectura de su infierno. Manetti, que nunca llegó a poner sus ideas por escrito –labor que realizaría a su muerte su amigo Girolamo Benivieni- se convirtió, no obstante, en una verdadera fuente de autoridad en la materia y pasó a encarnar un modelo ejemplar para aquel templo cultural, heredero de la Academia de los Húmedos que, bajo el impulso militante de Cosme I de Médicis, ampliaría su campo de acción, desbordando los límites literarios, hacia los ámbitos científico e histórico, con la lengua vulgar toscana actuando de ariete.

Cuando a medios del siglo XVI aparece en Venecia una edición de la Comedia preparada por Alessandro Vellutello, intelectual de la ciudad de Lucca, que cuestiona, incluso haciendo gala de una punzante ironía, los cálculos establecidos más de medio siglo antes por el florentino y que serían asimilados por Cristoforo Landino en su edición del poema de 1481, el hecho fue considerado por la eximia institución como una injuriosa afrenta que tarde o temprano habían de reparar. El contraataque se haría esperar, en todo caso, otros cuarenta años, recayendo en un joven matemático al que aguardaba un brillante porvenir, la tarea de poner las cosas en su sitio reivindicando de paso la «florentinidad» de «il Sommo Poeta», de aquel que encarnaba a la perfección –como nos recuerda el poeta y traductor Ángel Crespo en su estudio recogido bajo el título Dante y su obra– aquel ideal que Galetti vio cumplirse en Guittone d´Arezo,  de un poeta religioso y civil «en cuyos versos fantasía y doctrina, ciencia y fe, persuasión política y fuerte sentimiento moral, unidos en armónica síntesis, concurren a hacer de la poesía la guía espiritual de la nación».

Galileo pintado por Sustermans Justus (1636).
¿Pero, por qué Galileo y por qué el Infierno? Al lector contemporáneo este tipo de cuitas pueden resultarle difícilmente comprensibles. ¿Qué sentido tendría, a partir de unas referencias con frecuencia difusas –el propio intérprete advierte al comienzo de su primera lección que Dante dejó su Averno «algo ofuscado en sus tinieblas»–, ponerse a especular «acerca de la forma, la ubicación y el tamaño del infierno» soñado por el más insigne representante de aquella escuela de gran poesía itálica de los “fieles de Amor”? ¿Es posible ejecutar un análisis científico, matemático, de un edificio literario que, según Dante advertía en el Convivio o El convite, se prestaba a múltiples niveles de interpretación: literal, alegórica, moral y anagógica? O dicho, de otro modo, ¿era posible ya en tiempos de Galileo intentar armonizar las órbitas de la geometría y la poesía como en la Edad Media, en la que tales esferas no se excluían mutuamente?

Evidentemente, a Galileo, dotado también de una sólida formación literaria en un tiempo en el que los saberes humanísticos y científicos aún no se habían escindido por completo, estas conferencias le brindan una oportunidad de poner a prueba sus conocimientos matemáticos y geométricos, para lo que se valió de una serie de dibujos que se mencionan en el texto pero que se han perdido, no encontrándose desgraciadamente tampoco entre los documentos que el pedagogo Ottavio Gigli halló por azar en una biblioteca pública de Florencia en 1850, entre los que se encontraban estos cuadernos prácticamente desconocidos. En cualquier caso, como apunta Riccardo Pratesi en su introducción a Dos lecciones infernales, el único principio matemático explícitamente mencionado por Galileo es el de las proporciones, que se remonta a Tales, siendo el instrumento principal de su análisis el valor π, descubierto por Arquímedes y conocido en toda la Edad Media.

Todo esto nos conduce a pensar que no era lo que tenía de reto científico lo que más podía preocupar al autor. Sabedor de que está fuera de todo método el intentar ajustar unas reglas “reales” de construcción a un universo de ficción, por importante que éste fuese, y por sugestiva que resultase la visión del poeta, parece decidido a hacer conducir sus conclusiones desde el comienzo a aquella tesis más conveniente, que no es otra, lógicamente que la que defiende, como diríamos actualmente, su patrocinador. Su «estética matemática» no puede permitirse ser neutral y cuenta con el suficiente margen de ambigüedad como para que el intento pueda pasar por sincero. Como dice Alinovi: «intuimos en Galileo un conocimiento acerca de la naturaleza del problema y una parcialidad respecto a la valoración de la situación de Manetti».

Y tal vez en este contexto, puestos a conjeturar, es donde hay que inscribir una de las afirmaciones que más han sorprendido a algunos críticos después de conocer el texto: allí donde Galileo, el gran enterrador del aristotelismo aún hegemónico en su tiempo, se declara partidario del geocentrismo. Caben, a este respecto, como se señala en los estudios que acompañan a las lecciones, dos posibilidades: que Galileo abjurase de sus verdaderas creencias en este punto para no granjearse el encono de aquellos que debían promocionarlo y a los que «por muchas causa me siento obligadísimo», como él mismo señala al final de su segunda intervención; o bien, que realmente el genio de Pisa aún no se hubiese alineado definitivamente entre los defensores de la tesis copernicana. Nuestro conocimiento retrospectivo del personaje, así como su evidente parcialidad a la hora de considerar las afirmaciones de Vellutello, parecen dar aliento a la primera opción, poniéndonos en guardia y haciéndonos desconfiar tanto de su sinceridad, como de su presunta ingenuidad. Por otro lado, existen determinados indicios (por ejemplo en el Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo, obra escrita en lengua vulgar que desencadenará su dramático proceso y posterior confesión) que apoyan la tesis de que Galileo realmente seguiría recelando por entonces de una idea que en un tiempo a él mismo se le antojó una insensatez –y que al Santo Oficio le resultaría además «un absurdo en filosofía y formalmente herética», como la que, según dictaba el modelo copernicano, colocaba al sol en el centro del universo.

Ilustración de Gustavo Doré.
Que la Comedia, por otra parte, contribuye a ampliar los ya de por sí borrosos límites de toda ambigüedad, ya no solo en lo que concierne a una arquitectura infernal sugerida y que solo puede alimentar la aspiración entre los comentadores a alcanzar el sello de lo “verosímil, sino dado que la obra en su conjunto es aceptada desde sus orígenes como indudablemente polisémica, parece un hecho evidente. De modo que si tratar de adivinar la «intentio Dantis» ya resulta, como poco, una tarea reservada a un grupo de audaces, ensayar una estimación del grado de convicción con el que el científico expone sus conclusiones sobre el particular casi tres siglos más tarde de que apareciera publicada la obra, parece todavía más difícil que calcular con precisión el tamaño del «César del imperio doloroso», esto es, de Lucifer, según lo designa en el Canto XXXIV el poeta dentro de una cosmogonía  en la que aquel que «todo luto cría» habría caído sobre la tierra abriendo el pozo del infierno y provocando el levantamiento de las tierras que lo cubrían en la montaña del Purgatorio, en los antípodas de Jerusalén. Ahí es nada.

Resulta, pues, inevitable descubrir que estamos en un callejón sin salida. Si a la combinación de geometría y poesía, tenemos que añadir una tercera incógnita, en este caso política o de conveniencia personal del exégeta, el margen de incertidumbre se amplía considerablemente. Pero, esto, lejos de restarle valor a estas dos lecciones de Galileo las hace aún más interesantes, insertándolas en una nueva dimensión, en un plano en el que ciencia y teología, poesía y moral, creación y creatividad, se entrecruzan. No podemos olvidar, en este sentido que al igual que el Infierno adecúa su topografía a una escala moral en la que los pecadores son castigados más arriba o más abajo, esto es, más leve o duramente, en función de la gravedad de sus culpas, toda la concepción del universo de Dante, «coreógrafo y arquitecto del más sublime juicio», como lo define Galileo al comienzo de su primera lección, está encaminada a dotar a la Creación de un objetivo último, según observa Pratesi, que cumple «su misión final una vez completada la Cándida Rosa, conciencia universal», con lo que igual la operación emprendida por Galileo resultará a la postre menos ociosa de lo que pudiera parecer, contribuyendo a darle al texto su sabor especial, su rareza indesligable de la propia trayectoria personal del autor.

Si como señala George Steiner en Gramáticas de la creación, Dante “es nuestro meridiano”, de ahí que volver a él equivale “a medir con la mayor precisión posible la distancia que nos separa del centro, la longitud de las sombras de nuestro atardecer actual, aunque tales sombras anuncien un día nuevo y distinto, eso que el mismo Dante hubiera llamado vita nuova”; si no resulta descabellada la tesis de Harold Bloom –de nuevo referenciada en El canon universal– de que el poeta trata en esta obra «sublimemente escandalosa» de asumir «la función de un Tercer Testamento», de más está decir que no es el presente un momento en absoluto inadecuado para acompañarlo en su itinerario por los tres mundos en los que se adentra en la Comedia, territorios que dejan –siguiendo la imagen del propio Steiner– a «los viajes de los navegantes de finales de la Edad Media y del Renacimiento», a la altura de meros «paseos».

Quienes, además, tomen en consideración, como se lee en el Libro de la Sabiduría, que «Dios lo dispuso todo, según medida y número y peso», y sopesen el papel que el valor simbólico de los números, por influencia de la exégesis bíblica, tenía en la Edad Media, el hecho de que puedan cumplirse exactamente 700 años desde la publicación de El infierno, no deja –pese a que acabemos de sobrevivir a un nuevo fin de mundo–, de suponer un nuevo aliciente para adentrarse en la magna producción de Dante. Al fin y al cabo, el 7 es el número que se deriva de sumar las virtudes teologales más las cardinales, y esto, seguro que si pudiéramos consultárselo a los alucinados editores protagonistas de El péndulo de Foucault de Umberto Eco, nos dirían que no puede ser fruto de la casualidad.

Lástima que Galileo, como se encarga de recordarle el profesor madrileño Antonio Escohotado a sus jóvenes y no tan jóvenes alumnos de Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales, a pesar de ser un «platónico, y por tanto, un cierto tipo de pitagórico», sea «singularmente opuesto a la numerología mística». Y es que entre el «dolce stil nuovo» del primero y la «scienza nuova» de su egregio comentarista se abre un abismo tan ancho como la misma boca del infierno, que es el mismo que separa a la razón como sierva de la fe, del método científico, y en cuyo profundo fondo caben desde la vieja Escolástica al I-Ching, desde la Santísima Trinidad a la escatología maya. «No esperéis demasiado del fin del mundo», rezaba un célebre aforismo de Stanislaw J. Lec. Y es que quien, en cualquier época, ha avanzado por esa inestable pasarela, traspasando ese umbral que muchas veces conduce también a una «ciudad doliente», poblada en este caso por la duda y la búsqueda con frecuencia estéril, ya no podrá refugiarse en los viejos mitos y supersticiones. Ese peregrino, a su modo, también ha perdido toda esperanza.

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Otros libros del autor aquí.

[Este artículo apareció originalmente publicado en el número de febrero de 2013 de la revista Ojos de Papel]

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